viernes, noviembre 21, 2025

Vida Proterva

Tras largo silencio, recogimiento y meditación, para quienes extrañan (o no) este blog y a su hermanito menor, el podcast yonosevivir y las aberrantes reflexiones de exasperación filosófica que caracterizan a ambos, me complace anunciar que en breve aparecerá mi nuevo podcast: Vida Proterva. Meditaciones sobre la miseria, el dolor y el vano esfuerzo por encontrarle sentido a este desmadre vital. Noticias muy pronto.



domingo, enero 01, 2023

2023


 

martes, agosto 30, 2022

Ignorancia deseada

Así que cuando los objetos de esos deseos e inversiones pasadas no cumplen con su promesa y dejan de satisfacernos de inmediato, como se espera que hagan, deben ser abandonados, al igual que toda otra relación que haya producido un bang menos big de lo esperado.
—Bauman, Zygmunt. Vida de Consumo.
 
Entre las primeras 12 reglas para la vida que componen el libro de Jordan Peterson, encuentro un consejo maravilloso: escuchar a los demás con la suposición de que algo podemos aprender de lo que digan. Siempre hay algo valioso en una conversación. Creo que lo mismo podemos decir cada vez que emprendemos la lectura de un libro. Y en más de un sentido, es el estado de ánimo ideal para acudir a la librería o a la biblioteca y elegir un volumen de entre la infinita oferta disponible.
 
Por supuesto que hay quien opina que mis visitas a la librería tienen tintes de obsesión puesto que cada día que pasa se vuelve menos probable que tenga vida suficiente para enterarme de todo lo que alguna vez supuse que podía aprender de todos y cada uno de los libros que he acumulado. Me gusta pensar en la biblioteca como un proyecto de vida que es voluntad firme de infinito y recordatorio perpetuo de limitación. Es una reificación del deseo que es siempre renovado y, por eso mismo, frustración constante.
 
Será cosa de tener mucha suerte o de ser muy necio, pero hasta ahora ha sido excepcional la experiencia de tomar un libro, empezarlo a leer y dejarlo inconcluso. Pero la posibilidad acecha siempre y todo lo que puede ocurrir, lo hace. Hace un par de semanas elegí un tomo que desde hace unos años me llamaba a sus páginas. Y tras avanzar unas cincuenta páginas, lo dejé definitivamente. Omitiré el título porque la época de la sevicia ya quedó agotada hace mucho y porque, por lo menos esta vez, abandoné el libro sin rencor. El hecho, nada sorprendente, es que el libro podía estar muy bien escrito y ser fruto de una investigación concienzuda y profesional, el libro podía estar lleno de información nueva y desconocida para mí, acaso sería capaz de enseñarme algo que de otro modo jamás habría aprendido pero, con todo y todo, no me interesaba en absoluto.
 

Estuve carcajeándome un rato al darme cuenta de esto y plantearlo precisamente exactamente así. Regresé a la época de estudiante pensando, caray, profesor, es usted un sabio en su tema pero, ¿a quién le importa? No se culpe a nadie de nada, sino a mí, a quien su sabiduría me resulta enteramente indiferente y su tema, por decirlo con elegancia, una filigrana preciosa de ociosa información que nunca podré encajar con la vida. No sé cuántas cosas deja uno de aprender así y cuántas veces más habré de pensar y actuar del mismo modo. La reacción, si algo, es ironía pura: reconozco que su libro es bueno, que tiene contenido, que dice algo que yo no sé pero venga ya, no me importa y eso es todo. Es decir que Hume algo sabía y que, solvitur ambulando, las razones no bastan para mover a la voluntad. La conveniencia, lo apropiado y hasta la virtud quedan abandonadas si no cuentan con el aval del placer o, por lo menos, de la relevancia existencial.
 
La ironía hace un círculo perfecto cuando me hago pasar por la misma lente y me pienso como maestro o como escritor de estas líneas, como quien de vez en vez escribe una carta. Hay que admitir que tras un par de líneas, el hipotético lector abandona el esfuerzo porque esto no le interesa y punto.
 
Detrás de la ironía está la tragedia: el abandono de una conversación, una carta o un libro no porque sean malos, es decir, porque despiertan una emoción así sea de rechazo, un vínculo, una respuesta. El abandono por indiferencia, desapegado, precisamente porque no hubo manera de establecer vínculo o comunicación. El libro que abandoné queda así convertido en objeto de consumo, que no satisface y, por lo tanto, debe desecharse. Pero queda justificado por los cuatro pesos que le pagarán al autor, al editor y a toda la industria, por generar ese objeto lleno de palabras que no llegaron a leerse. Es el libro frustrado, es una fiesta de cumpleaños a la que no llegó un solo invitado. Casi me siento culpable, pero la culpa no tiene lugar ante lo indiferente.
 
Supongo que escribir estas líneas para la indiferencia ajena puede clasificarse como una toma irónica de responsabilidad. Hay orgullo y hasta placer en asumirse capaz y en condición de desestimar y desechar. Por eso, si el juicio final es este mundo, mi lugar en el infierno del castigo irónico. Y bien ganado porque no hay vida ni tiempo suficiente, para leer cualquier cosa. Ni obligación de aprenderlo todo. Seré ignorante en este tema, pero porque yo quise.

viernes, julio 29, 2022

Una llave

Y yo por qué tengo que enterarme así de que mi primer pasión se casó ayer. Por qué sentirme traicionado cuando desaparece de golpe hasta como imaginario lo que no pasó nunca y ya ni siquiera me interesa que pase. Quizá eso es todo, que no entiendo. Porque de corazón le deseo toda la felicidad para toda la vida, no es mala voluntad lo que siento. Es simplemente que me cuesta creerlo. Como si de pronto tuviera que preguntarle ¿quién eres tú y qué has hecho con ella? ¿Dónde ha quedado la poesía y mis años de esperanza y desesperación alternadas? Mi vida sería otra si me hubieras visto como yo te veía, si tantas cosas. No porque lo quiera ahora, sino porque fue el principio, a mis dieciocho años, recién abierto el mundo, fue entonces, verla a ella, el primer paso de quien soy ahora. Entonces leía en Baudelaire y Walter Benton las claves de un sueño distinto, de la vida que ahora sé no podía llegar, confundido y sediento de cariño o de aceptación o de reconciliarme con el Dios que para entonces ya se tambaleaba. Siento que se pierde todo eso, que se lo traga el olvido o un abismo que no sé explicar sino como el pie descomunal de Cronos que borra todo lo que pisa y deja, en su lugar, sólo una huella. Mis primeros cuentos tenían su cuerpo y su cara y mi desesperación entera. Desde entonces no he escrito una sola línea que no sea alguna variación de esa sed de compañía o de un abrazo que rara vez se ha mitigado y que tomó forma o dirección porque la conocí a ella. La glorieta del Riviera y sus puentes enormes al caer la noche, las caminatas largas y los caminos. Las letras góticas y la poesía ante su reto de escribir una carta todavía más hermosa. ¿Cómo comprender ese reto sin imaginar que había celos, que en algún modo me quería? Una dirección distinta, un nuevo principio, una invención completa de nuevo honor y nuevos prejuicios. Todo eso está ahí, en su nombre, en mi memoria de ella, del primer día de clases y hasta este día en que me dijo que se casa. Todo eso se muere en la imaginación y en el recuerdo, o murió ayer en la boda, por más que en la tierra llevara ya muchos años muerto y enterrado, inexistente. Supongo que de esto se trata aquello de morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca. Es tanta nostalgia en ese nombre suyo, en esa sonrisa que no se me olvida, tanta nostalgia que me vuelve loco...

Porque nuestro día es de tiempo, de horas
- y la manecilla camina`
y cierra el círculo sobre nosotros:
y la eterna noche negra nos chupa como arena movediza; nos recibe totalmente -
sin una prórroga, ni un paracaídas, sin una llave para el cielo,
                                sin la postrera larga mirada.

Esto en el cuadernito aquél de poesía. Walter Benton. This is my beloved. Sin una llave para el cielo. Esa es la cuestión. 


—Paolo Veronese. Las bodas de Caná

jueves, junio 30, 2022

Norwegian Wood: A medias vivo

"
À la mystérieuse"
 
 
 
En este pequeño mundo, la deformación es la premisa. La llevamos en nuestro cuerpo, al igual que los indios llevaban en la cabeza las plumas que indicaban la tribu a la que pertenecían. Vivimos en silencio para no herirnos los unos a los otros.
—Haruki Murakami. Norwegian Wood.
 
 
Hace un mes, el 31, terminé de leer Tokio blues de Murakami por segunda vez. Me decidí a visitarla de nuevo porque se la compartí a alguien importante. Como regalo no es gran cosa y hasta parece raro regalar un libro tan íntimo sobre la muerte y con tanta muerte al rededor. En algún modo es por eso que volví a la novela ahora, dieciséis años después de encontrármela en Madrid, con la sospecha fundada de que la vida estaba a punto de descarrilarse.
 

Me recuerdo en el asiento del avión que me regresaría a casa, leyendo la última línea. Hay algo en ese final que me sigue moviendo aun ahora. Es un tipo cuya vida se ha convertido en una trampa, que lleva no sé cuánto tiempo caminando al rededor de su naufragio, de los restos del incendio que es su existencia. Un tipo con todo el futuro por delante, pero ya sin una vida por construir, un tipo dañado y anormal. Un tipo solo y que, sin esperanza, alcanza el teléfono como salvavidas. Acaso una voz al otro lado, como le deseaba Ernesto Cardenal a Norma Jeane.
 
Mi relación con esta novela es muy similar a la que alguien me contó respecto de otro libro: lecturas encontradas por casualidad en el aeropuerto, que leímos de golpe y nos dejaron sintiéndonos anacrónicos, viejos. Le doy vueltas a la idea y pienso en una persona mayor, tan mayor que hace mucho no se acuerda lo que es moverse. Si, por la razón que fuera, recibiera un cuerpo joven, ¿sería capaz de recordar para qué sirve? Los personajes de Murakami son algo así: incapaces de recordar cómo funciona la normalidad. Como la canción que le da título a la novela: una casa sin sillas, una tina como cama. La experiencia es más común de lo que parece: todos somos personas que saben lo que debería haber pero no lo encuentran. Personas que se comportan de formas oblicuas respecto de los objetos o las circunstancias. Pero encontrar a una persona con el mismo comportamiento inconsistente que el propio, eso ya es otra cosa.
 
Aquí todos estamos deformes o heridos o anormales. Hablamos otro idioma y basta. Aquí todos estamos conscientes de que llevamos en el rostro una máscara de normalidad y por debajo de esa máscara todo duele. Duele lo indecible, la incapacidad misma de explicar que duele. Así se vuelve milagroso encontrar una persona, o un libro para el caso, que comparta el temor de la desesperación perpetua y del instante. Si el otro es siempre nuestro espejo, eso significa que el consuelo es también reiteración de la pena y de la nada. Nada nos acerca al otro como la herida. Y este largo morir que es estar a medias vivo.